Afortunadamente tenemos el arma que nos defiende de la muerte, del peso de ser solo uno a la vez y para siempre.
Afortunadamente podemos escaparnos por un momento de nuestro propio cuerpo y entrar a la vida soñada, la cual podemos ir tejiendo segundo a segundo, sin demasiadas características prefijadas.
Afortunadamente nos podemos ir descubriendo a nosotros mismos y al que tenemos al lado, con el cual compartimos el desarrollo de nuestra creatividad y con el cual nos nutrimos mutuamente.
Y podemos correr, llorar, saltar, jugar, enloquecer, abrazarnos y navegar por todas las emociones ya inventadas y las que afloran en el famoso “aquí y ahora”.
Podemos ir y venir en el tiempo; sin tiempo.
Podemos trabajar en grupo: aunque se esté solo frente a mil cuerpos, siempre se está acompañado.
Podemos transmitir y dejarnos modificar por todo lo que va sucediendo en ese instante efímero, del cual solo quedan recuerdos en el alma, pues es imposible reproducirlo con exactitud o grabarlo. Imposible contarlo, solo vivirlo.
Moviliza al que lo ve y al que lo hace.
Todo el ser allí comprometido, sin fracciones; es el ser humano todo el que juega a los mil personajes.
Es la magia tan difícil de transformar lo inconsciente (aquello que no pensamos: los gestos, los sentimientos, las maneras de hacer y ser) en consciente. Pero no para mostrarlo, sino para dejarlo ver.
Es la vida misma o las creaciones más surreales y enroscadas. Es la sensibilidad y la expresión en su máximo potencial. Es el símbolo incompleto que resuena en cada uno de manera distinta, invitando a completarlo como se quiera. O se pueda.
Afortunadamente tenemos esos mundos paralelos, particulares, donde nada está prohibido, sino que todo puede suceder sin lógicas o parámetros absurdos. Solo la ley de la imaginación, el vuelo y la creación gobiernan el juego.
Afortunadamente está más vivo que nunca y no tiene edades.
Afortunadamente tenemos el teatro.
Redacción La Palmera
Giuliana Mazziotti